En abril de 1982 tenía 19 años y recién había terminado
el secundario, la situación económica no era la mejor y me encontraba sin
estudiar y sin trabajo. Antes de ese 2 de abril, una manifestación de la CGT
marcaba su descontento contra una dictadura que ponía el ojo en la exclusión
social, esa manifestación tuvo un muerto. La indignación era fuerte pero, dos
días después, el fervor nacionalista se había adueñado de grandes sectores de
la población que así lo demostraron en la plaza de Mayo. Inicialmente
experimenté, como el resto, un sentimiento nacional por la recuperación de la
islas. Al transcurrir de los días y las noticias, el fervor se iba aplacando
para dar lugar a la angustia de estar presenciando una guerra que intentó
ocultar los grandes desatinos represivos de la política económica de la dictadura.
Personalmente y en principio, ese entusiasmo que se volcaba en las calles y por
todos los medios de comunicación del momento, me llevaba a considerar que debía
ser parte de esa gesta, pero muy por el contrario, la historia familiar me empezó a hacer pensar lo
contrario. Toda mi familia había pasado por dos guerras mundiales, mis abuelos
y mis padres comentaban lo que habían vivido en su Italia natal, eso me llevó a
considerar que no debía estar allí, que una guerra encubría sólo intereses
mezquinos y no quería continuar, como yo lo entendía en ese momento, la
maldición de la guerra que parecía pesar sobre mi familia.
Mi libreta estaba en
el distrito militar y debía ir a buscarla porque me había tocado número bajo,
cuando fui viví momentos de tensión ya que, erróneamente, me habían dado un
comprobante de incorporación y el soldado de la puerta aseguraba que era así.
No recuerdo de que forma me abstuve de ingresar pero en mi cabeza el único
pensamiento era desertar para romper con esa constante de guerras, me iba a
escapar, no me iban a encontrar y me importaba poco, pero en ese instante sentí
odio a todo lo que representaba esa dictadura que sufrimos durante toda la
adolescencia y pensé que no quería regalar mi vida a lo que yo consideré una
estúpida aventura. El fervor se había apagado, el miedo a una muerte sin
sentido se había apoderado de mí y ya sabía que no volvería a mi casa. Aún no
sabía adonde ir. Al rato el soldado salió, confirmó el error y me entregaron la
libreta eximiéndome de participar por número bajo. A partir de allí mi visión
del conflicto cambió por completo, la derrota y posterior intento de encubrirla
con un mundial sólo acrecentaban la necesidad de un cambio frente a tanta
soberbia.
Tibiamente comenzamos a adentrarnos en los horrores de la dictadura,
a saber de los campos de concentración, de torturas y desapariciones a los que
se sumaba ésta guerra trasnochada y alcohólica. El rock nacional y ciertas
publicaciones (Humor, Superhumor, El Porteño) comenzaban a desafiar la férrea
censura milica que empezaba a resquebrajarse; nuestra mirada cambiaba, algunos amigos escucharon los gritos
de horror en la ESMA, algún otro retornaba con la mirada perdida y los ojos sin
brillo después de haber estado en el inhóspito sur y algún “héroe” llevado a la
fuerza a esa guerra se suicidaba bajo las ruedas del tren.
Son muchas las
imágenes que se me aparecen, aunque confusamente, de lo vivido en ese período,
pero creo que éstas que cuento son las mas representativas.
Mi viejo nunca se
enteró de mi posible determinación frente a esa guerra, no obstante recuerdo
que me sentí orgulloso de ese pensamiento, nunca me arrepentí y ése hubiera
sido mi derrotero, no iba a permitir que le arrebataran un hijo a mi viejo.
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